domingo, 21 de marzo de 2010

E L P U N T O D E P A R T I D A
ó Los albores de su tiempo


“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”
Arquímedes en el siglo III a. C.

INTRODUCCIÓN
El tiempo y lugar en que nace una persona y el ámbito en que comienza su vida constituyen el punto de partida que es indispensable conocer para poder evaluar y ponderar el resultado de su pasaje por este mundo. Las facilidades con que se podía contar en ese momento y lugar y las limitaciones que debían afrontarse, las adversidades y las carencias, cómo se vivía y se pensaba por entonces, cuales los gustos y los estilos, cuáles las escalas de valores, como se modelaban los destinos, cuales las virtudes reconocidas y los defectos condenables, echarán luz sobre la pauta que permitirá dimensionar la trascendencia, importancia, efecto y mérito de una vida. Así el Nautilus de Julio Verne no sorprendería a nadie si se propusiera en estos tiempos, el planeador de Miguel Angel parecería extravagante si fuera sugerido ahora y el sextante resultaría inútil frente al navegador satelital. Copernico hoy no tendría nada que decir y Colón carecería de destino alguno en el año 2000 si quisiera realizar un descubrimiento sin aventurarse al espacio sideral. Asimismo, una distancia será mayor o menor hasta la meta según donde se ubique el lugar de partida. De allí lo útil e interesante de dedicar una mirada curiosa al ámbito condicionante en el cual se origina el cambio, la acción, la gesta o la vida que nos interesa describir. Todo eso constituye su punto de partida. A partir de allí la interacción que se ejerce entre la vida de un hombre y la evolución de su medio ambiente ilustra también sobre la capacidad de reacción de los coetáneos de esos tiempos, las tensiones, las inquietudes, los desafíos y las dificultades que esos hombres afrontan, asumen o modifican.

Ernesto Tornquist nació en diciembre de 1842. Así era la ciudad de Buenos Aires:

Y así la pintó Carlos Enrique Pellegrini:


Veamos como eran esos tiempos para concebir su “punto de partida”.

EL AMBIENTE MUNDIAL

Ubicándonos hacia 1842, año del nacimiento de Ernesto Tornquist, Occidente vivía tiempos de grandes reyes, pompa y protocolo. La vida en Europa se desarrollaba en un ambiente de lujo en las ciudades y grandes casas de campo. La clase media europea se expandía y adquiría vigencia catapultada por las ideas de la revolución francesa una vez despojadas de la violencia que las impusieron, mientras aumentaba su contraste con la pobreza marginal también creciente, fruto de la explotación del hombre en aras de un progreso que todavía no había encontrado su madurez social. Era la época del inicio de los grandes progresos. Una Europa de brillo, poderosa, militar, floreciente, que empezaba a percibir los primeros beneficios de la revolución industrial, era cuna de la Ilustración que imponía su fe en la razón para dirimir las cuestiones de la vida cotidiana, mientras las monarquías aún gobernaban el mundo. Inglaterra luego de la batalla de Trafalgar dominaba los mares y consolidaba sus colonias bajo el incipiente reinado de Queen Victoria. Luis Felipe de Orleans en el trono de Francia sería sucedido en 1848 por Luis Napoleón; el Imperio Austro-Húngaro bajo el reinado de Fernando daría lugar en 1849 a la coronación de su sobrino Francisco José y su esposa Sissi; Prusia gobernada por Federico Guillermo IV requeriría todavía treinta años para dar nacimiento al Imperio Alemán cuando lo unificara Guillermo I y su canciller Bismark; Rusia bajo el Zar Nicolás I en expansión de su propio territorio; España gobernada por Isabel II; Italia caída en plena anarquía hasta coronar a Victor Emanuel II en 1849; el Papado en manos de Gregorio XIV poco antes de Pio IX; Persia bajo el Shah Mohamed mientras la India era dominada por los ingleses; China obedecía al Tao-Kuang y Japón todavía respondía a Tokugawa Ieyoshi , Tokugawa Ieyoshi hasta 1853, anteúltimo de los jefes del Shogunato Tokugawa que dominó desde 1603 hasta 1867, período en que comenzó la modernización del país que luego de sesenta años vio renacer al Imperio Japonés. En Brasil el emperador don Pedro II daba las órdenes.


Apenas 53 años habían trascurrido desde el estallido de la Revolución Francesa y su difusión posterior a otros países; solo 37 años de ocurrida la batalla de Trafalgar en la que murió el almirante Nelson y España perdía su cetro como dominadora de los mares en beneficio de Inglaterra; 30 años desde la derrota de Napoleón Bonaparte ante Rusia y 27 desde su derrota definitiva a manos de Wellington en Waterloo; 56 años hacían desde que se reconoció la independencia de los Estados Unidos de América; faltaban aún 18 años para que estalle la Guerra de Secesión Americana y para el advenimiento de Abraham Lincoln; 30 años para el nacimiento del Imperio Alemán; 82 años para que estalle la 1ª Guerra Mundial; 86 para la Revolución Bolchevique y el final de las monarquías como gobierno efectivo.

En tiempos del nacimiento de Ernesto vivían George Stephenson, Victor Hugo, George Sand, Toqueville, Dickens, Chopin, Karl Marx, el emperador Francisco José, Napoleón III, Verdi, Darwin, Garibaldi, el Zar Alejandro II, Abraham Lincoln, Beethoven, Pio 9, Dostoievski, Alfred Nobel, Tolstoi, Bismark, Wagner, la Reina Victoria, Pasteur, algunos de los cuales aún no habían trascendido con sus hazañas y otros ya imprimían la impronta de la época y dictaban sus valores. Disraeli brillaba en la Cámara de los Comunes en Londres con sus fogosos discursos y Toro Sentado asolaba al Séptimo de Caballería en el Farr West americano.

No existía la electricidad, ni el teléfono, ni el querosene, ni la dinamita, ni la imprenta rotativa, ni la sulfamida ni la penicilina, y la anestesia recién se difundió a partir de 1857 (catorce años después del nacimiento de Ernesto), el rifle de retrocarga aparecería en 1851, la jeringa hipodérmica en 1855, la máquina de escribir en 1868, el telégrafo en 1874, la estilográfica en 1884, el gramófono en 1887, la turbina de vapor en 1889, el automóvil a gasolina en 1893, el cinematógrafo en 1895, el telégrafo sin hilos en 1895, el dirigible Graff Zeppelin en 1900 y el aeroplano en 1903. Todos esos descubrimientos y revolucionarios avances irían sorprendiendo a Ernesto durante el trascurso de su vida.

La movilidad era por tracción a sangre, y por los mares surcaban goletas, bergantines y fragatas con jarcias y aparejos a vela. Si bien desde 1818 se inició la expansión de los primeros barcos a vapor, recién para el año 1835 la flota mercante inglesa había generalizado su aplicación en las distancias menores. Para ese entonces dicha flota contaba con unos 500 vapores pero su alcance era limitado por la cantidad de carbón que requerían. Recién en 1838 los primeros vapores osaron atravesar el Atlántico norte, siendo ellos el Sirus y el Great Western, de escaso tonelaje. En los mares del sur, más acá del Brasil, la gran innovación hace aparición en 1835, año en que la embarcación mixta a vapor y velamen “Federación” (ex Potomac) inicia un servicio de pasajeros entre Buenos Aires y Montevideo. En 1845 se adquirió al Brasil el vapor “Carlota” que rebautizado “La Merced” y armado con dos cañones fue el primer vapor de guerra argentino.

Posteriormente irrumpen en nuestras costas los vapores anglo-franceses, que después de Caseros irán desplazando muy lentamente a los veleros. Sin embargo la carencia de un puerto adecuado para el abastecimiento y la cuantiosa carga de carbón que requerían las distancias marítimas que implicaban los viajes a estas latitudes mantuvieron la vigencia del velamen por mucho tiempo más.

Las ciudades europeas, aún con vestigios medioevales, eran laberintos más o menos compactos de angostas calles pocas veces rectas, y en general carecían de avenidas o boulevards. San Petersburgo, la notable excepción con sus famosos “Prospekt´s” (avenidas) concebidos por Pedro el Grande, fue tal vez la inspiración de Napoleón III para encomendar al Barón Haussmann la trasformación de Paris entre 1853 y 1870, la que a su vez inspiró, sin duda a través del entusiasmo de Miguél Cané que residía por entonces en la ciudad luz, a Roca y a Torcuato de Alvear para iniciar la transformación de Buenos Aires con la remodelación de las Plazas de Mayo y Victoria, la apertura de la Avenida de Mayo, la terminación de Callao y la concepción de las dos diagonales centrales que recién vieron su realización en 1925.

LA LLEGADA A LA NUEVA PATRIA
En tiempos del nacimiento de Ernesto Tornquist el océano Atlántico era inmensamente grande. La distancia entre Cádiz o Liverpool y el Río de la Plata se medía en interminables semanas de dura y a veces peligrosa navegación, en barcos a vela diseñados para otros mares, muy pocas veces con vestigios de propulsión a vapor que solo se usaba de apoyo por la imposibilidad de trasportar la cantidad de carbón que consumía, incapaces de conservar alimentos frescos, con muy pobres recursos básicos para la vida corriente, con escasas opciones de arrimarse a tierra en casos de emergencia.

Luego de las vicisitudes del largo viaje, la vista que aparecía desde la cubierta del buque
Las naves de mayor calado debían fondear a considerable distancia de la ciudad en la zona inclemente llamada “balizas exteriores”. Al arriar el velamen y echar el ancla, a veces hasta a seis millas de la costa, el barco que había sido hábitat durante dos o tres meses según como se habían comportado los viaproximándose a Buenos Aires por el Río de la Plata no era inicialmente prometedora. Barrosas aguas marrones de cortas pero fuertes olas que inspiraban respeto cubrían amplias extensiones casi hasta el horizonte, al cabo de las cuales la costa parecía una llanura con pocas elevaciones y algunos montes. Se avizoraban inicialmente a lo lejos y a las cansadas las cúpulas de Santo Domingo y San Francisco, y más lejos la de la iglesia de La Merced.

Las naves de mayor calado debían fondear a considerable distancia de la ciudad en la zona inclemente llamada “balizas exteriores”. Al arriar el velamen y echar el ancla, a veces hasta a seis millas de la costa, el barco que había sido hábitat durante dos o tres meses según como se habían comportado los vientos, comenzábase a zarandear hasta lograr enfrentar al viento y la corriente, y una vez en su posición definitiva de amarre, a cabecear con ritmo según soplara el predominante viento del cuadrante este, o con la brusquedad del caso si soplaba sudestada o pampero. La calma no era posible en esos momentos pues en tal condición la falta de avance no hubiera podido sobreponer la correntada habitual del río de la Plata que empuja todo lo que flote hacia mar afuera.


Para epílogo de semejantes viajes la llegada a Buenos Aires deparaba a los agotados viajeros un desembarco bastante poco acogedor; la distancia que separaba a los buques fondeados hasta la costa según sus respectivos calados por la falta de profundidad, obligaba a los pasajeros y tripulantes a esperar medios de trasbordo intermedios para arribar a tierra firme junto con sus equipajes. Según la visibilidad lo permitiera, se percibirían con mayor nitidez por debajo de las cúpulas eclesiásticas los contornos de las primeras construcciones de la ciudad, sobre las barrancas del sur, desde las proximidades de la actual calle Humberto 1°. Más adelante, hacia el centro de la ciudad en saliente sobre el río, irán tomando forma los paredones externos del Fuerte, con su construcción central en dos plantas y el edificio de la aduana a partir del cual se proyecta un pasaje costanero hacia el nor-oeste sobre el que se asientan nuevas construcciones de uno y dos pisos con vista a los bañados.

Si el tiempo no era malo pequeñas embarcaciones de menor calado se acercaban y amuraban al franco bordo del barco recién llegado. Mediante inestables escalinatas o precarios aparejos en medio de la marejada a ellas debía descender el pasaje para desembarcar. Al cabo de una navegación nada confortable, siempre mojada y a veces peligrosa, aún faltaba un trasbordo adicional, pues de ese modo tan rústico, el acercamiento a la ciudad tampoco era final y definitivo. Los últimos cien o doscientos metros, en los que ya no era posible navegar en las ínfimas naves de alije, debían sortearse trepando a primitivas y tambaleantes carretas con dos grandes ruedas de madera que apoyaban en el ondulante barro del fondo del río, tiradas por caballos semi ahogados a los que el agua les llegaba hasta medio cuerpo o más, de piso de tablas entre cuyas hendijas surgían las picadas olas para empapar zapatos, equipajes y vestimentas. En esa circunstancia, probablemente no imaginada, los pasajeros experimentarían seguramente sensaciones parecidas a las sufridas por los condenados cortesanos franceses de pocos años antes siendo trasladados por la fuerza que respondía a Robespierre a una desplazada Bastilla para ser ejecutados en una sudamericana guillotina. Ello no estaría fuera de escena cuando al arribar a tierra firme el primer contacto con habitantes de estos lares era con las cuantiosísimas lavanderas que pintorescamente lavaban las ropas porteñas en las costas, que bien podrían haber tenido una guadaña o una hoz amenazante para blandir. El peaje de esta última hazaña siempre era elevado, pues la pérdida de baúles, muebles y demás pertenecías era más que común en esos tramos, cuando no eran adueñados por oportunistas duchos en beneficiarse de la confusión y el agotamiento reinante. La escasez de estos vehículos obligaba a muchos viajeros y viajeras a trasponer ese último segmento del arribo a babuchas de algún voluntarioso marinero de gruesos omóplatos, mediante un estipendio negociado en condiciones poco favorables.


Quienes no eran residentes o no tenían alojamiento previsto en alguna casa privada tenían la opción de cobijarse en el “Hotel Argentino” del matrimonio Faunch, ubicado en la calle Catedral a metros de la plaza de la Victoria, lindando con el Club de Residentes Extranjeros, o en la fonda de la inglesa Mrs. Taylor en 25 de Mayo a cuadra y media del fuerte.


De este modo habrán arribado a Buenos Aires George Peter Ernest Tornquist y su mujer Rosa Camusso, padres de Ernesto, en sus viajes desde Montevideo en el “Federación” entre los años 1823 y 1840.


Por esos tiempos no existían travesías de línea entre Europa y nuestra parte del mundo. Recién en 1851 se estableció la primera línea regular a Europa con el vapor “Prince” entre Southampton y Buenos Aires. Pero las condiciones de desembarco siguieron siendo las mismas hasta muchos años después.

EL HABITAT LOCAL Y LA VIDA COTIDIANA

Cuando Ernesto nació, Argentina contaba en su extensión total con 860.000 habitantes, y Buenos Aires, con sus escasos 68.000 residentes (vecinos) era sin duda poco más que una aldea. Con su modestia inevitable, la ciudad contrastaba fuertemente con las grandes capitales europeas. Se estima que ocupaba una superficie menor a las 500 ha. de las 25.000 ha. actuales de la Capital Federal (tal como se muestra en la imagen) con límite NO en la calle Santa Fe, SO en Entre Ríos-Callao, SE en el Zanjón de Granados (actual calle Chile), sin estar unida al pequeño y aislado barrio de Barracas que llegaba a la actual Humberto Primo. Fuera de los límites indicados la ciudad estaba rodeada por pastizales, existiendo algunas quintas de menor tamaño, de no más de 25 ha., hacia Recoleta y hacia el sur-este.

El centro neurálgico del poblado estaba presidido por el viejo Fuerte (ver el daguerrotipo que sigue), con sus bastiones artillados, rodeado de fosas ya secas, que imponía su presencia ante las plazas 25 de Mayo y Victoria. Saliendo de allí hacia el nor-oeste, bordeando la costa del río, se extendía el recién diseñado paseo de la Alameda a ser inaugurado por Manuelita Rosas en 1843, pocos meses después del nacimiento de Ernesto, que por esos tiempos carecía del murallón que luego parapetó las barrancas. Bajo la sombra de ombúes, sauces y naranjos, el paseo bordeaba el río hasta la altura de la actual calle Lavalle. Allí se agrupaban la marinería, los capitanes de ultramar y algunos comerciantes, cuyo epicentro era la Sala de Comercio, ubicada en lo que hoy es 25 de Mayo esquina Cangallo, que oficiaba de club de los marinos y punto de reunión. Los domingos y feriados se constituía en el lugar de paseo por excelencia, donde solían asistir los hombres y las damas con sus atuendos y los niños a remontar sus barriletes. Ese pasaje sería luego re-diseñado para constituir el Pasaje de Julio, muchos años después denominado Leandro N. Alem.


A continuación de la Plaza 25 de Mayo cruzaba una edificación conocida como “La Recova Vieja” - adquirida en tiempos de Rosas por Nicolás Anchorena - que la separaba de la Plaza de la Victoria, la que a su vez terminaba en un conjunto edilicio constituido por el Cabildo, lindado por la sede de la Policía (instalada en el edificio de un viejo seminario), y las casas de altos de la familia Riglos y a continuación, sobre la esquina, la de Urioste. Sobre el costado sud-este de la Plaza de Mayo se encontraban los “altos de Escalada” hasta la calle “De La Reconquista” (actual Defensa), le seguía luego la Recova Nueva de una sola planta hasta mitad de cuadra, que en la segunda mitad hasta la calle “Universidad” (actual Bolivar) soportaba los “altos de Crisol” (que se pueden apreciar en el cuadro de Carlos Enrique Pellegrini adjunto).

Del otro lado de la plaza, en el número 32 de la Calle de la Catedral, se encontraba el Hotel de Mr. y Mrs. Faunch, famoso en Buenos Aires con su gran mirador, luego de haberse mudado de su ubicación original en la calle El Plata haciendo cruz con el fuerte. En su primera ubicación el vecindario alquilaba sus balcones para presenciar las ejecuciones de reos que eran ahorcados en la Plaza de Mayo, donde ahora se ubica la estatua de Belgrano.


Al lado de la Catedral, sobre la plaza, se encontraba el Palacio del Obispo y le seguía una construcción baja en una planta propiedad de la familia Azcuénaga (ver daguerrotipo). Ese lateral de la plaza terminaba hacia el Paseo de la Alameda en el “Hueco de las Animas”, en el que se construyó el teatro Coliseo, nunca terminado, y mucho después ocupado por el primer Teatro Colón (donde hoy se encuentra el edificio del banco Nación).

La ciudad (ver reproducción la vista panorámica tomada en 1843 por el mayor Eduardo Kralschmar, dentro del año del nacimiento de Ernesto, desde la torre del Cabildo) en su conjunto alojaba 68.000 habitantes que vivian encasas casi todas de un piso con azotea. Las manzanas típicas eran de 140 varas por lado (121,24 metros). Las parcelas céntricas eran de 7,56 metros de frente por 60,62 de fondo, pero coexistían con parcelas de 15,15 metros e incluso de 30,30 mts. En las manzanas más alejadas las parcelas alcanzaban las 70 varas por lado, ocupando un cuarto de manzana. El fraccionamiento era mayor cuanto más al centro de la ciudad fuera. Hacia la periferia la división era en fracciones mayores e irregulares, hasta desdibujarse al acercarse a los límites urbanos de la ciudad de entonces, indicados más arriba. Sus calles más céntricas en cuadrícula estaban empedradas con piedras grandes tipo bocha, pero quedaban muchas de tierra y se registraban algunos pantanos indomables, como el de la esquina de Temple (hoy Viamonte) y Suipacha donde los vecinos debieron utilizar un puente móvil para poder superarlo, el de Empedrado (Florida) y Paraguay o el de la calle Cuyo entre San Martín y Reconquista. Las plazas 25 de Mayo y Victoria, separadas por la Vieja Recova en la que se instalaban comerciantes, eran un verdadero baldío de tierra hasta 1867, a los 25 años de Ernesto, en que el arquitecto Prilidiano Pueyredón y el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini (padre de quien luego fue presidente) decoran ambas plazas trazando jardines y plantando árboles. Hasta ese año, ambas plazas se encontraban empedradas solo en sus calles perimetrales.


A la Recova central arribaban las carretas cargadas de productos, a veces importados descargados de barcos recientemente arribados, o la mayoría de las veces provenientes del interior luego de interminables viajes. Las veredas céntricas, de bastante altura, eran angostas y elevadas para evitar ser afectadas por inundaciones o salpicadas por caballos o carros cuando llovía, cosa que no siempre se lograba.

Le edificación no había cambiado gran cosa desde los tiempos virreinales. La casa colonial de un solo piso con habitaciones en torno a patios constituía la arquitectura dominante. La sala de recibo y el escritorio sobre el frente a la calle, daban interiormente al primer patio al que convergían las habitaciones principales. El comedor dividía el primer patio del segundo, al que daban las habitaciones de los hijos. Al tercer patio daban los dormitorios de la servidumbre, el baño de la casa (al no existir servicio de cloacas solía haber un solo baño, el que se ubicaba de manera alejada de los ambientes “sociales” por razones higiénicas y ambientales), la cocina y el lavadero. El uso de aparatos sanitarios recién se intensificó a partir de 1870 por lo que en las nuevas plantas se incorporó el uso del “común” al edificio, generalizándose el baño.

En este último patio era frecuente que hubieran frutales y hortalizas, y allí se guardaran los caballos. Los patios tenían la misión de contener a los hijos para que no jugaran en la calle y oficiaban de ámbito social a las personas mayores en épocas calurosas. La servidumbre también usufructuaba ese ambiente protegido. Las casas más pudientes solían contar con aljibe para proveerse de agua, lo que les aminoraba la dependencia del servicio de aguateros o del derrame de los techos a dos aguas cuando llovía.


Al subdividirse las parcelas debido a la valorización urbana algunas casas mantuvieron el diseño colonial pero dividido por un tabique en dos viviendas contrapuestas, preservando la sucesión tradicional de patios y locales. Con el tiempo esas casas fueron denominadas “Casas Chorizo”. La valorización de la tierra llevó más adelante a que aparecieran las llamadas “casas chorizo en hilera”, una delante y otra atrás en la misma parcela, pero con entrada independiente hacia el segundo patio. Luego se concibieron edificaciones de dos plantas, llamadas “casas chorizo de Altos”, que se fueron difundiendo de a poco, consistentes en dos niveles idénticos que aprovechaban en muchos casos los mismos patios, con entradas independientes. Benjamín Vicuña Mackenna se quejaba en 1855 del advenimiento de nuevas casas de dos pisos (altos), de las cuales existían de tiempo atrás solo algunas en la Plaza Mayor. Una de las primeras y más conocidas fue los “Altos de Escalada”, sobre la plaza 25 de Mayo cruzando la calle en diagonal respecto al Fuerte, construida en 1785, propiedad original de la familia de ese nombre, entre cuyas paredes nació Remedios, la esposa del general San Martín. Según dice Leonel Contreras en su Breve Historia de Buenos Aires, fue con el tiempo uno de los primeros conventillos de la ciudad. Es que era muy común que al lado de las casas mayores se construyeran pequeños departamentos para usar como inquilinatos, tal el caso de lo de Escalada. Por esos tiempos en su planta baja sobre Plaza 25 de Mayo había, entre otros comercios, una verdulería y una carnicería. Siempre frente a la Plaza pero llegando a la calle Balcarce estaba la casona de la familia Balcarce. Al llegar a la esquina de Victoria y Universidad (hoy Bolivar) se encontraba los Altos de Crisol, sobre la llamada Recova nueva.

Sobre Bolivar, al costado derecho del Cabildo y pasando el edificio de la Policía aparecen los altos de Riglos y los altos de Urioste en la esquina con la calle de El Plata (Rivadavia) y Catedral (San Martín). Cruzando la calle estaba la finca de Juan García, frente a la Catedral y lindera con el Club de Residentes Extranjeros y el hotel Argentino o de Fauch.


Salvo las Plazas de la Victoria y de Mayo, las hoy llamadas “plazas” en esos tiempos eran denominados “huecos”, porque eso eran precisamente. Así existían el Hueco de las Cabecitas (hoy Plaza Vicente López), Hueco de los Sauces (Plaza Garay), Hueco de Doña Engracia (Plaza Libertad), Hueco de Zamudio (Plaza Lavalle), Hueco del Curro (calle Carabelas), Hueco del Sur (Constitución), Hueco del matadero o de Santo Domingo, y ya en caseríos fuera de la ciudad de entonces el Hueco Miserere (Plaza Once), y el Hueco del Norte o de Recoleta (Plaza Emilio Mitre).

En esos tiempos por las calles se circulaba a pie o a caballo. No existían medios públicos de trasporte. Muy pocos lo hacían en carruajes particulares, pues eran escasos en estas tierras. Las ilustraciones de la época muestran berlinas típicas, en muchos casos pintadas de colorado a tono con las exigencias del gobierno de Rosas. La ilustración muestra una berlina típica de la época, en este caso pintada de colorado, a tono con las exigencias del gobierno de Rosas. Dice Vicente Quesada en “Memorias de un Viejo” “En aquellos días no eran muy frecuentes los coches, y sólo en los últimos tiempos del gobierno de Rosas, cuando Palermo cobró gran auge, fue que empezaron los cupés y las volantas”. Pero durante el día se sucedían algunos carros de trabajo tales como las tradicionales carretas de bueyes, aguateros, otros portando mercadería de diverso tipo, muy pocos trasportando personas, y peatones entre los que había vendedores de pescado, escribanos, vecinos (la imagen ilustra algunas vestimentas de ese tiempo), negros, mulatos, lugareños e ingleses y alemanes, algún acaudalado comerciante, un cura de tonsura o fraile de sandalias, lavanderas que iban o venían de la costa cargando la ropa a ser lavada, y las consabidas rondas de los mazorqueros…

La actividad se presentaba a su máxima intensidad entre las 8 y las 14 horas, tras lo cual comenzaba la rigurosa siesta hasta las 17 horas. Se reanudaba entonces el ajetreo hasta el atardecer. “Únicamente los hombres circulaban durante el día y el movimiento es tal que parecería que acontecía algo extraordinario. Las porteñas muy raramente salen antes del atardecer” escribe Alcide D´Orbigny en “Viaje por América Meridional”. Ellas frecuentaban las precarias tiendas tales como la relojería de don Diego Helsby en Cangallo y Catedral; la sombrerería de Mr. Pudicomb en Catedral y Piedad; la ferretería de Hargreaves en calle La Plata (hoy Rivadavia) y Piedras; la vieja sastrería de Coyle; el negocio de sombreros de Don Juan Varangot, o la mercería del As de Bastos o los tenderos de la Recova, según nos ilustra José Wilde en “Buenos Aires desde 70 años atrás”. Don Jorge Pedro Ernesto habrá tal vez leído “la Gaceta Mercantil” o “El Agente Comercial del Plata” o “El Diario de la Tarde” en el Café de Marcos en Universidad (hoy Bolívar) y Potosí (hoy Alsina), o bebido con amigos en el Café de los Catalanes en Catedral y Cangallo, o en el de la Victoria en Universidad y Victoria, o esperado a Rosa en el de Santo Domingo (esquina representada en el cuadro de Leonie Mathis adjunto) frente a ese templo mientras ella acudía a misa, y habrá pasado frente a la botica de Santiago Torres en la que se realizaban tertulias de jóvenes alegres. En el cuadro transcripto se observa una Diligencia recién llegada, seguramente perteneciente al Sr. Gutierrez, único servicio de trasporte público de larga distancia que existía en los tiempos de Rosas, que unienra Buenos Aires con Dolores y daría una nota de exitación. Detrás de la diligencia, en la esquina, el café “Santo Domingo” aludido esperaría a los viajeros recién llegados.

Era la época de la cinta colorada, del chaleco colorado, del penacho colorado en el sombrero, de los carruajes colorados, de los frentes de casas pintadas de colorado.


Las confiterías de Baldraco y los Suizos competían por ser las mejores.

En esos tiempos era poco frecuente que los hombres fueran a misa, lo que quedaba reservado a las mujeres. Estas asistían con sus mejores atuendos y peinetones con tul o mantillas, acompañadas de una criada que les llevaba un lienzo para arrodillarse o permanecer sentadas en el suelo, ya que rara vez había bancos en las iglesias. Los hombres esperaban conversando en el atrio o se juntaban en algún café cercano. Tal vez por esa razón serían tan habituales los bares o cafés frente a cada iglesia. En la imagen adjunta se alcanza a visualizar, en primerísimo plano, en el margen izquierdo la entrada del café “San Francisco” frente a la vieja iglesia de ese nombre.
La iglesia de San Nicolás se encontraba donde ahora está el Obelisco, un poco más hacia la actual Lavalle. En ella oficiaba misa el Obispo de Buenos Aires, Mons. Mariano Medrano y Cabrera, quien tal vez haya bautizado a Ernesto.

La vida económica y comercial era acotada. Circulaba como moneda corriente una emisión del Banco de Buenos Ayres (antecesor del Banco de la Provincia) de 1822 del que se presenta una imagen, pero que convivía con emisiones de la Casa de Moneda de la Provincia creada por Rosas y con diversas monedas emitidas por otras provincias, e incluso algunas monedas particulares. La imagen muestra un billete emitido por el Banco de las Provincias Unidas del Río de la Plata para uso en el actual territorio del Uruguay, pero que circulaba corrientemente en Buenos Aires. La falta de circulante existente provocó que también se usaran monedas extranjeras, siendo también usual la Boliviana. La moneda que se presenta en la imagen siguiente fue emitida en 1840 para uso en Buenos Aires.

En la década de 1840 existía “El Camoatí”, especie de Bolsa donde se jugaba al valor del oro y donde ganaba quien tenía las mejores informaciones políticas.

Recién en 1881, mediante la ley 1130, en cuya concepción tuvo fundamental participación Ernesto, se crea una moneda nacional unificada. El billete de $ 1 que figura siguiente fue emitido en Londres y circuló desde 1843.


Lógicamente el comercio se nutría de la importación. El país abonaba sus adquisiciones en el extranjero con el producido de la exportación básicamente de cueros, tasajo y lanas.

Al anochecer, desde temprano, tenían lugar las tertulias “de confianza” en las casas de una u otra familia, como en la casa de la familia Ayerza en Alsina 919 o de Azcuenaga en la calle El Plata o en lo de doña Brígida Castellanos, o en los patios de la casa de Armstrong en Reconquista a media cuadra de Victoria, en lo de la familia Gerrico, o después de Caseros en lo de Mariquita Sanchez de Thomson en la calle Florida en las que se bebía mate y se conversaba mientras la escaza iluminación de velas de sebo lo permitiera, o se bailaba con música al piano o guitarra. En esas tertulias toda persona conocida era bien recibida, aunque en algunas casas se comenzaba a usar la invitación. En las casas de Adrogué, de Pacheco o de Palermo se estilaba el “dandismo federal”, según Mansilla.


Al irse apagando la vida, cuando cerraban las tiendas y se calmaba el movimiento, mientras algunas tertulias aún seguían su ritmo en los patios o salas privadas según sea verano o invierno, en las calles aparecían los serenos, que encargados de encender los faroles de cebo, recorrían la manzana muñidos de pica y machete, cantando las horas después de los vivas y mueras a federales o unitarios según ordenanza, siempre que no lloviera mucho.

Las costumbres coloniales españolas subsistían con fuerza; se comía tarde, con predominio de pucheros, guisos, sopas y ensaladas, concluyendo con postres de fruta o huevos quimbos, acompañado todo ello por vino charlón comúnmente circulando en un solo vaso para todos. Los maridos y sus mujeres gozaban de gran independencia social recíproca, siendo común que asistieran separados a tertulias diferentes. Los hombres se juntaban en los cafés a jugar a las cartas.


La vida social y la diversión tenían su ámbito también en el teatro De La Victoria (primer lugar de la ciudad iluminado con lámparas de aceite) en la calle Victoria (actual H. Yrigoyen) entre Tacuarí y la calle del Buen Orden (actual B. Irigoyen), o en el Coliseo Estable de Comedias en calle La Paz (actual Reconquista) y Cangallo frente a la iglesia de la Merced, en el que se lucía Trinidad Guevara o se oían las voces de Casacuberta, Velarde o Quijano.


El único club existente por esos años era el Club de Residentes Extranjeros o “Sala de Extranjeros” en la calle de la Catedral (actual San Martín) frente a la Catedral a pocos metros de la plaza de Mayo, que realizaba su comida trimestral en el hotel de Faunch que lindaba con el club. Secretario General del club fue Jorge Pedro Ernesto Tornquist, padre de Ernesto, de quien es el retrato que se incluye.


Luego de la expulsión de los jesuitas, quienes hasta 1840 regenteaban el colegio en el que cursaron Rawson, Gorostiaga, Costa, Carranza, Escalada, los Anchorena y demás familias de la alcurnia porteña, la educación de la juventud se nutrió del colegio privado de M. Persy, del que fundó el Dr. Larroque, el de M. Carmont, o del Colegio Fiantrópico Bonaerense. Las niñas se educaban en la escuela de Doña Rosa Guerra o en el colegio de Miss Bevans. Algunos particulares daban lecciones, como Zinny, Bradish, Frers (supuesto educador de Ernesto Tornquist), y otros. Eso era todo lo que había.


En el predio donde hoy es la Plaza Lavalle existía el Parque Argentino, llamado Vauxholl, conjunto de jardines, salón de baile, circo, zoológico y un hotel francés.


El “Paseo de Marte”, casi fuera de la ciudad (actual plaza San Martín), aún no se hallaba conectado con el Paseo de Julio. Allí se llegaba del centro por la “calle del Empedrado” (actual Florida), de tierra desde la tercer cuadra. Había sido hasta 1819 el alojamiento de la plaza de toros de la ciudad y en él sobrevivía el viejo cuartel militar “Del Retiro” que albergó el nacimiento del cuerpo de Granaderos de San Martín (razón por la cual hoy el parque se llama Plaza San Martín), y lugar de encarnizada batalla con las tropas inglesas de Whitelocke en 1807 previa a su capitulación.


Las plazas de La Victoria y de Mayo eran el epicentro político y comercial alrededor de las cuales giraba la vida de relaciones de la ciudad, en especial a partir de 1860 en que Jonás Larguía construye la Legislatura en ochava a continuación de los Altos de Escalada, en diagonal al fuerte, pero había una preponderancia edilicia hacia el sud-este, cuyo eje vital era la calle Balcarce. En esos barrios del sur extendidos hacia el oeste por los barrios de San Ignacio y San Juan vivían, según narra José Luis Romero en “Historia de cuatro siglos” las familias Agüero, Alzaga, Anchorena, Armstrong, Casares, Darragueira, Díaz Vélez, Huergo, Larrea, Lavalle, López y Planes, Luca, Mansilla, Martínez de Hoz, Medrano,” Rivadavia, Sarratea, Saenz Valiente, Senillosa, Sagastume, Tagle, Ortiz de Rozas.

Hacia el sur de la ciudad, al superar el zanjón de Granados, salía la Calle Ancha de Barracas, que unía la ciudad con ese barrio y oficiaba de salida hacia el sur. Nos cuenta Leonel Contreras, en “Buenos Aires, La Ciudad – Breve Historia”, que a su alrededor se ubicaban las quintas de Lezama, de Alzaga, de Llavallol, de Moreno y de Guerrero en la que tuvo lugar el casamiento de Felicitas Guerrero con Martín de Alzaga. Continúa relatando que “dicha Calle Ancha, con sus historias de suspenso y amores trágicos que se tejerían en la legendaria arteria, que hasta finalizar el siglo XIX estuvo siempre de moda y fue sede de las quintas de veraneo de las principales familias porteñas”. Nos indica que también sobre la Calle ancha de Barracas estaba la Iglesia de Santa Lucía y la pulpería La Paloma, y las residencias de Balcarce y Cambaceres. José Marmol, en su novela “Amalia”, ubica la residencia de su protagonista Amalia Sáenz de Olavarrieta en la gran arteria, entre las actuales Magallanes y Araoz de Lamadrid. Dicha calle Ancha de Barracas es hoy la Av. Montes de Oca. A la altura del Zanjón de las Quintas (Av. Caseros actualmente) hacia el río se llegaba a la quinta del Almirante Brown (actual “Casa Amarilla”) y en sentido inverso, pasando por la pulpería La Banderita estaban los Corrales del Alto, único Matadero de la ciudad en esos tiempos y el Hospital de Convalecencia donde hoy se encuentra el parque España.

Corrientes, calle angosta hasta 1925, no estaba todavía empedrada. En su esquina con Catedral había un puesto de verdura, carne y frutas, cuyo dueño era don Serapio, habitual proveedor de las familias de la zona, y a una cuadra de allí, en Corrientes y Empedrado (hoy Florida) estaba la conocida peluquería de Ruiz y Roca.

Córdoba llegaba a Callao, interrumpida allí por la quinta de Cazón.

Al nor-oeste del fuerte el barrio era llamado “Catedral al Norte” (de allí “Barrio Norte”), y en él vivían familias de inmigrantes más recientes que se instalaron con sus residencias y desplegaron sus actividades generalmente comerciales. Allí vivían las familias Arteaga, Castex, Escalada, Guerrico, Ocampo, Peña, Quirno, Victorica y Villegas, Don Aristides Monsegur, Juan Pondal y Desiderio Zeballos. Según cuenta James R. Scobie en “Buenos Aires, del centro a los barrios”: “Como las familias cuya relevancia se remontaba al período colonial en su mayoría habían ocupado el área de Plaza de Mayo al sur, las que habían adquirido fortuna más recientemente se asentaron al norte de ella – cerca del centro de poder y prestigio – donde aún quedaba espacio para la expansión urbana. Los comerciantes extranjeros tendían a congregarse en esa área norte de Plaza de mayo. Su club principal, el Club de Residentes Extranjeros, estaba situado en la calle San Martín, justo frente a la Catedral”. Dice la leyenda que las manzanas ubicadas en Catedral al norte, al ser tierras algo más altas, tenían la virtud de permitir avizorar en primicia que barcos se estaban acercando a estas costas, facilitando a los comerciantes importadores adelantarse en la recepción de la mercadería.

Recurriendo a Luis Alberto Romero, en “Buenos Aires, Historia de cuatro siglos”, nos enteramos que los comerciantes locales más notorios en los años del nacimiento de Ernesto eran los Elortondo, Iturriaga, Vivot, Martínez De Hoz, Llambí y Cambaceres. Otros como los Sarratea o Miguel de Riglos, Braulio Costa, Felix Castro, Juan Pedro Aguirre o Manuel Arroyo se asociaron con frecuencia a extranjeros como los Robertson, los Brittain o los Twaites. En la década del cuarenta existía “El Camoatí”, especie de Bolsa donde se jugaba al valor del oro y donde ganaba quien tenía las mejores informaciones políticas.

Comenta L. A. Romero que en esos tiempos muchos viejos comerciantes porteños como los Anchorena, Alzaga, Sáenz Valiente, Martinez de Hoz o Unzué adquirieron tierras de campo por las perspectivas y posibilidades que prometía, igual que militares y políticos como Alvear, Díaz Vélez, Pacheco, Azcuenaga o Balcarce, convirtiéndose en hacendados como ya lo eran los viejos terratenientes Cascallartes o Miguens o familias inglesas ya arraigadas como los Gibson, los Hannah, los Stegmann o los Newton, criadores de lanares en la provincia de Buenos Aires.
Luego de la calle de Santa Fe, llamada de esa manera porque era la salida hacia esa provincia, el urbanismo de la ciudad se diluía. A partir de Arenales al norte se encontraban las quintas del Retiro, entre las cuales las más importantes eran la de la familia Arroyo y Pinedo (Esmeralda, Juncal, Pellegrini y el bajo) que dio origen al nombre de la calle en curva que va de Libertad a Esmeralda; la quinta “Santa Calixta” de Juan Martín de Pueyrredón (Pellegrini, Juncal, Cerrito y el Bajo) luego de Prilidiano, y “Los Olivos” de Altolaguirre (Cerrito, Alvear, Callao y el bajo) para terminar en la propiedad de la familia Armstrong a la altura de la actual Callao. Todas estas propiedades se iniciaban antes de la barranca y descendían por ella hasta el río.

Por el oeste la ciudad se extendía hasta la “Calle de las Tunas” llamada así por la presencia de ese tipo de vegetación (luego Callao), designada “calle de circunvalación” por Rivadavia. Esa arteria, que en esos tiempos era poco más que una huella, conducía desde la Plaza de Lorea (en Plaza del Congreso) hasta la calle del Chavango (ex camino del Bajo, actual Las Heras) en proximidades de Recoleta. Allí las quintas interrumpían la “calle de las Dunas”, que no lograba culminar hasta el camino de Palermo (actual Av. Alvear). En esa arteria, simple huella por esos tiempos, se atrincheraron las tropas porteñas ante el avance de Urquiza y fue testigo de sanguinarios tiroteos.

A partir de los límites de la ciudad, indica Contreras que había quintas de no más de 25 ha. cuyos límites están señalados por lo que hoy sería la avenida del Libertador, Coronel Díaz, Mario Bravo, Boedo y Caseros.

Un brazo algo urbanizado se extendía a lo largo de Rivadavia, que no era más que una modesta callejuela, casi hasta unirse con otra área de uso intenso del suelo que se hallaba al este del pueblo de Flores. Otros dos núcleos menores de quintas pequeñas se perfilaban en Barracas y al sur de la actual calle La Pampa. El resto de la actual ciudad eran quintas y chacras mayores.

Como rutas de salida de la ciudad existían Chavango (salida hacia San Isidro), Santa Fé (salida hacia las ciudades del norte), Rivadavia (salida hacia el oeste) y Calle Larga del Sur (hoy Montes de Oca) (salida hacia el sudeste). La calle Córdoba llegaba a Callao, interrumpida por la quinta de la familia Cazón. La calle del Chavango (hoy Las Heras) unía el Hueco de las Cabecitas con el camino de Santa Fé y oficiaba de salida hacia San Isidro. La Av. “De las Palmeras” hoy Sarmiento, vinculaba Santa Fé con la costa y con el camino de San Isidro, pasando frente a la residencia de Rosas cuando este la construyó por el año 1845.

Como fuera dicho, la ciudad carecía de trasporte público. Lisa y llanamente no existía, según expresan publicaciones del Gobierno de la Ciudad y el libro “Entre Sendas, Postas y Carruajes - Los comienzos del trasporte en la Argentina”, de Cristian Werckenthen.


Si bien desde 1847 se vio circular por ciertas calles un especie de ómnibus a caballo propiedad de Mr. Hickmann que cumplía la función de trasportar clientes a un recreo que había adquirido e inaugurado, recién dos años después se inició un servicio de ómnibus desde la Alameda hasta la quinta de Rosas, en Palermo.

Habrá que esperar hasta 1853 para ver aparecer la empresa Mensajerías Argentinas, que inauguró ese año dos líneas con servicio cada hora desde Plaza Victoria a Recoleta y a Barracas.
Las siguientes dos líneas se inauguraron en 1854 a Constitución y a Plaza Once. El trayecto se realizaba con la mayor incomodidad por el movimiento a que estaban sometidos los pasajeros por el estado calamitoso de las calles.

Los vehículos utilizados eran como Galeras de campaña con puertas posteriores y algunas con “imperial” (acceso al techo) de dos o tres yuntas, que podían llevar hasta unos 15 pasajeros.
En 1859 Louis Sauce inició servicios de ómnibus a caballo desde la calle San Martín 81 (sus oficinas) hasta Belgrano, San Isidro y San Fernando. Costaba 6 chelines en verano y 10 en invierno.


En 1876 Eustaquio Salinas comenzó viajes para llevar pasajeros y correo a Morón, Bella Vista, Pilar, con 2 breacks de 6 u 8 caballos. Paraba en almacenes y pulperías.

La Cia de Ómnibus de la Capital unía Plaza de Mayo con Callao, calle Santa Fe hasta San Cristóbal.

En 1888 la Cia. Nacional de Ómnibus construyó y explotó coches ómnibus a caballo.


Para 1894 se habían establecido de manera informal servicios de “volantas” y “breacks” entre diversos barios, además de los ya incipientes “tranways” a caballo.

EL CAMPO Y LOS VIAJES AL INTERIOR

La vida en el campo era rústica y sufrida. Las distancias eran inmensas y la carencia de recursos fue la constante. No eran tiempos de “riquezas agropecuarias”. La tierra no valía, pues no valían los granos ni se explotaba la carne más que en magnitudes de consumo propio. No existía el alambrado ni los molinos y aguadas. Los malones hacían estragos robando ganado, matando hombres y cautivando mujeres en la provincia de Buenos Aires llegando incluso al sur de Córdoba. Dice María Saenz Quesada en “los Estancieros” que “la pampa rioplatense, ávida de capitales y de habitantes, estaba desierta en su mayor parte. Casi dos tercios de la campaña se hallaba en poder de los indígenas” y “la falta de peones y de caballos provocaba la huida de los animales”. “En medio de la terrible soledad pampeana, cada propiedad rural, convertida por la necesidad y el derecho de defensa en verdaderos castillos feudales, está sujeta al derecho del más fuerte”. No había mano de obra pues el país estaba despoblado.

La frase de Alberdi: “Gobernar es Poblar” era su grito angustioso frente a la inmensidad de las pampas vacías.

“Con mucha parsimonia al principio, con más intensidad a partir de 1865, los campos se irían cercando con alambre”, continúa MSQ, lo que facilitó el cuidado de la hacienda apotrerándola, y “la agricultura por primera vez estaba en condiciones de desarrollarse sin que los animales estorbaran los cultivos”. Recién después de 1865 el campo comienza a usar, casi como una excentricidad, algo de maquinaria agrícola: el escocés Melrose estrena el primer arado a vapor.

Sin embargo, aún en 1868 los ranqueles agudizan sus excursiones de malones hacia el sur de Córdoba diezmando colonos ingleses radicados en campos de esa zona, mientras en el sudeste bonaerense los criollos eran el blanco preferido de los salvajes.

Antes del advenimiento del ferrocarril ocurrido en 1857, cuando Ernesto tenía 14 años, y que requiriera veinticinco años más para desarrollarse hacia el interior, según Quesada las galeras, como se llamaba entonces a las diligencias de pasajeros, no tenían regularizados periódicamente los viajes. El medio más frecuente para viajes largos, por ejemplo a las provincias del centro y norte del país, era todavía la organización de tropas de carretas, que se generaba mediante la asociación entre varios comerciantes que tenían que hacer un determinado viaje. Se contrataban carruajes, peones y provisiones. Los comerciantes más ricos tenían galera propia y adquirían sus productos en Buenos Aires, único mercado de mercaderías europeas. Era normal concebir un solo viaje anual, generalmente en las estaciones de menores lluvias. Esas caravanas eran de lenta marcha, pues no se podía galopar sin abandonar los cargueros. El paso y el trote durante días era el andar regular y único. A veces había que usar la azada y la pala para que la carreta cambiase de ruta, porque cuando hay barro las huellas de las grandes carretas encajonan las ruedas. Cuando se recorren las huellas, de noche a la luz de la luna, es imponente el silencio de la naturaleza en reposo. La naturaleza entera estaba en la inacción. En esas horas en que parece que hasta el polvo del camino tuviera pereza para levantarse, marchaba la caravana en fila, cada bestia se movía a su placer. Todos marchaban al paso, y de vez en cuando se oía la voz de un peón que aguijoneaba a las mulas de carga, o se oía el chasquido del látigo. Esas voces se repetían por el eco, y se tornaban pavorosas.

Los viajes individuales se hacían a caballo, acompañados por peones, llevando el equipaje a lomo de mula. No había dónde hospedarse en el camino, pues las postas en general carecían de comodidades. En esos ranchos no se conocía el piso de baldosa o ladrillo sino la tierra negra y dura. Comúnmente se encontraban a la sombra de un añoso algarrobo. Había enjambre de vinchucas. Lo más prudente era dormir en los corredores de los ranchos, los que tenían la precaución de viajar llevando su catre. Durante el viaje se comía mal. El agua era no pocas veces horrible, barrosa y tibia. Continúa diciendo Quesada: Los que no han cabalgado durante un día entero al trote y al paso, no conocen la atroz fatiga que produce ese lento andar. Se tienen calambres en las piernas, se siente sueño, se desea con ansia echarse y cambiar de posición. Los gauchos hacen ese viaje con la más absoluta indiferencia; fuman, cantan y duermen, abandonando las riendas a aquellas cabalgaduras que están acostumbradas a ir y volver de una a otra posta, bien es cierto que no pasan de esa extensión, pero tienen el hábito de hacer aquella ruta y el instinto las conduce sin trabajo. El hombre deja que la bestia lo lleve. Habituados al caballo duermen mientras cabalgan. Al que no está acostumbrado, le cuesta mantenerse cabalgando y cerrar los ojos, pero el sueño es invencible, es más fuerte que la libertad…

Fue en 1852 cuando comenzó a instrumentarse un sistema de mensajerías regulares para cruzar la pampa aún no transitada. Solo un lustro más tarde se inauguraba el primer ferrocarril.
Según nos cuenta Cristian Werckenthen, habían 3 clases de plazas para viajar: a) Primera o “Cupé” (dentro de la galera con asientos largos vis a vis) a $ 20 para un tramo de unas 100 leguas; b) Segunda o “Rotonda” (en el techo con el equipaje) a $ 17; c) Tercera o “Pescante” (junto al cochero) a $ 14. Esos trasportes avanzaban entre 80 y 150 Km. por día dependiendo del estado de los caminos y del clima.

La historia de las mensajerías comienza en 1852, después de Rosas, con la aparición de la empresa “Mensajerías Argentinas” de Fernandez y Rusiñol, que también brindaron el servicio de trasporte urbano con galeras criollas del tipo de la muestra de la imagen. Partía de su oficina en Chacabuco y Mejico en Buenos Aires hasta Chascomús. Luego desarrollaron el servicio también a Pergamino, Mercedes, Azul y ampliaron el de Chascomús a Dolores. Trasportaba el correo oficial sin cargo a cambio de exceptuar a sus empleados del servicio militar.


El primer ferrocarril argentino nació por iniciativa de Felipe Llavallol, y debía unir la Plaza del Parque (hoy teatro Colón) por el camino real del Oeste (Av. Rivadavia) hasta Flores. Fue inaugurado en 1857 con la locomotora “La Porteña”. En 1858 llegó a Ramos Mejía, en 1859 a Morón y en 1864 a Luján. El ferrocarril del norte, de capitales británicos, inaugurado en 1862, llegó al pueblo de Belgrano y al año siguiente a San Isidro. En 1865 el ferrocarril del sud llegó a Chascomus. En 1872 se construyó la Estación Central en el Paseo de Julio, donde hoy es Bme. Mitre y Alem, que unía los ferrocarriles del sur y del norte. Duró hasta que se incendió el 14 de febrero de 1897. En 1876 el tren llegaba hasta Campana y en 1886 por el norte a Rosario y por el sur a Mar del Plata. Entre Córdoba y Tucumán se habilitó una línea de trocha angosta en 1875, pero recién extendió sus vías a Buenos Aires en 1912. En 1884 se inaugura el tramo Mercedes-Chacabuco, que en 1886 se extiende hasta San Luis y en 1888 llega a Buenos Aires.

En 1886 Federico Lacroze fundó el “Tranvía Rural de la Provincia de Buenos Aires” que en parte de su recorrido usaba las vías del ferrocarril del oeste. Luego llega a Saavedra, a Zárate y a Carmen de Areco. Era la línea de tracción a sangre más larga del mundo y contaba con servicio de “tranvía dormitorio”.

EL MOMENTO HISTORICO

En tiempos del nacimiento de Ernesto Tornquist, allá por 1842, apenas 35 años habían trascurrido desde las invasiones inglesas; 32 años desde la Revolución de Mayo; 29 de la creación de la bandera argentina por Belgrano; y 26 desde la declaración de independencia en Tucumán; 25 desde el cruce de los Andes por San Martín; 20 desde la entrevista de San Martín con Bolivar en Guayaquil; 15 años desde la caída de Rivadavia; 13 años desde el inicio del primer gobierno de Rosas y 9 años desde su campaña del desierto; 7 años desde el asesinato de Facundo Quiroga en Barranca Yaco. El país era, por lo tanto, muy joven, apenas una nación naciente, poco más que declamada. Más que s cimentada en instituciones asentadas, estaba sustentada en sentimientos patrios enardecidos por la lucha armada de la independencia y del desorden interno, más bien una comunidad en formación sin otra tradición que sus acontecimientos cotidianos, percibidos más en términos políticos que históricos. Las reglas de convivencia comunitaria aún no habían sido dictadas, más allá de un intento de carta magna unitaria que no había logrado establecer un orden y aceptación universal.

Cuando nació Ernesto, el gobierno de Rosas promediaba su riguroso mandato, período signado por el orden impuesto a la fuerza y la disciplina política basada en el terror que inspiraba la Mazorca dirigida por el inefable y temible Ciríaco Quitiño. Iniciando su gobierno a poco de terminada la guerra con el Brasil, con el interior del país en estado de rebeliones alternativas y luego con el estuario del Río de la Plata bloqueado por la flota francesa hasta 1840 y por la anglo-francesa entre 1845 y 1848 ya en plena infancia de Ernesto el país vivía una estado de aislamiento exterior, proteccionismo e introspección asfixiante, aunque los extranjeros residentes que no se metieran con el poder eran respetados. El país había superado el estado inicial de anarquía y guerra civil, pero al no integrar la provincia de Buenos Aires a la Confederación del interior con tal de proteger los derechos aduaneros y otros privilegios porteños, no había logrado una organización nacional institucionalizada ni un régimen de federalización definitiva. El poder se ejercía de manera personalizada y autoritaria y se carecía de las garantías civiles propias de una república.

El medio político marcado por la carencia de ejercicio cívico y la vida social caracterizada por una densa rutina cotidiana aislada del mundo, contrastaba con la dinámica vida de las ciudades contemporáneas de otras tierras.

Pero pese al aislamiento llegaban mensajes, noticias, modas, novedades, productos, imágenes de las grandes ciudades europeas y de sus progresos. La llegada de un barco, aún dentro de lo limitado de las condiciones de la época, prometía siempre un “refresco” de noticias y actualizaciones sobre la evolución de la vida y de las actividades en otros lares.

Esas circunstancias fueron cultivando en la comunidad local un incipiente deseo reprimido de innovación, de progreso y de relacionamiento con el mundo que poco a poco iría socavando la autoridad de Rosas y creando las condiciones aptas para el cambio. Ese proceso se potenciaba por la presencia de muchos extranjeros residentes en la ciudad.

La rebelión que se venía gestando en el litoral con el apoyo de la Confederación, fogoneada por los refugiados porteños en Montevideo, fue tomando forma y magnitud al correr el año 1851, y adquirió mayor iniciativa cuando el General Urquiza asumió la dirección militar, cruzó el Paraná y sometió a la provincia de Santa Fe.

En el verano de 1852 la suerte del país se echó en la batalla de Caseros, acontecimiento que impacta en la formación de Ernesto a sus nueve años de edad. Ernesto pudo haber sido uno de los niños pintados por Leonie Mathis en su célebre representación del ingreso triunfal de Urquiza con sus huestes a la ciudad, desfilando por la plaza 25 de Mayo hacia el fuerte, espectáculo seguido desde la plaza de tierra y desde los balcones de los Altos de Escurra.


Para otorgar carácter definitivo al final de un período acabado, el 29 de diciembre de 1853 a las nueve de la mañana, en la Plaza de Montserrat, fueron fusilados los mazorqueros Ciríaco Quitiño y Leandro Alen cuyos cuerpos permanecieron colgados por cuatro horas de la horca “para escarmiento de las generaciones venideras”. Fue testigo del hecho su hijo Leandro N. Alem. ¿Lo habrá sido también Ernesto?

Las subsistentes divergencias aún no superadas, como las negativas de Buenos Aires a integrarse con la Confederación del interior, conviven ahora con el amanecer de un futuro venturoso pero difícil. Las tensiones políticas que ello origina y los antecedentes violentos de nuestra manera de resolver los diferendos tal como lo muestra nuestra corta historia inspiran a Diego de Alvear y Delfín Huergo a fundar el periódico “El Progreso” con el auspicio de Urquiza, y luego junto con Felipe Llavallol, Rufino de Elizalde, Francisco Chas y otros a constituir en 1852 el Club del Progreso, tal vez el primer claro exponente del brillo político e intelectual que aflora con la caída de Rosas. Dice María Sáenz Quesada en el sesquicentenario de la fundación del club “En esa época de duros enfrentamientos políticos, la intención de los fundadores del Club era dar ejemplo de unidad a las clases propietarias a fin de superar la lucha facciosa de los intereses y de las ideologías. Pero las buenas intenciones se imponían con dificultad en esa ciudad que había recuperado su tradicional turbulencia, luego del largo paréntesis de quietud impuesto por la dictadura de Rosas”. Al poco tiempo la sede del club se instaló en el imponente Palacio Muñoa en Perú y Victoria. Ernesto fue, al cumplir la edad adecuada, socio del club, y seguramente su padre Jorge Pedro también lo haya sido.

Las ideas de Alberdi plasmadas en su obra “Las Bases”, que encuentran antecedentes en la novedosa organización política de los Estados Unidos tan bien descripta en el libro “La Democracia en América” de Toqueville, pero enfocadas con sublime acierto, agudeza y adaptación a las dramáticas pero desafiantes realidades del país, empiezan a definir la antesala de una tarea ciclópea que requerirá hombres visionarios y talentosos, sabias adaptaciones de experimentos exitosos, desprendimientos de viejas costumbres y atavismos, dispuestos a encaminar un nuevo progreso por un nuevo rumbo, sin desfallecimientos ni claudicaciones, con fe y entusiasmo, con confianza en las posibilidades, con vocación al desafío y a la grandeza.

Luego de terminar sus estudios en Alemania, Ernesto retornó a Buenos Aires a los 16 años de edad en 1859 con su visión ampliada, buenas relaciones europeas, y seguramente un bagaje de inquietudes creativas, ansiedades y esperanzas basadas en su natural y juvenil optimismo. Sin duda aprendió a esa edad a cultivar la fe en esta tierra, en sus habitantes y en su progreso. Es que Buenos Aires hervía de conciencia de sí misma, de deseos de crecer, de ser protagonista central del futuro argentino y americano, de dominar las pampas, de encontrarse con el mundo.

El medio histórico al que llega Ernesto estaba signado por la batalla de Cepeda en la que Urquiza bate a Mitre. Un año después Derqui es investido Presidente de la Confederación en tiempos en que se discutía e instalaba la Constitución Nacional basada en el pensamiento de Alberdi. Habrá vivido Ernesto esos tiempos observando la historia con la vivencia del fragor político… Podemos imaginar la repercusión en las gentes de Buenos Aires de la batalla de Pavón con las indefiniciones del accionar errático de Urquiza y el juego de intrigas políticas y diplomáticas en que se vieron envueltos Juan Cruz Ocampo y Martín Ruiz Moreno en aras de pacificar la contingencia, que luego de tan álgidas semanas desembocaron al cabo de pocos meses en la presidencia de Mitre.

Con la consagración de la Constitución Nacional en 1860 se confirma el camino de la organización nacional. El nuevo gran pacto sienta las bases de la convivencia y del desarrollo, basado en instituciones solidas, poderes independientes, férrea defensa del derecho de propiedad, una decidida apertura al mundo y un llamado incentivado a la inmigración para poblar estas tierras. La Argentina invitaba a la inmigración para poblar su interior y desarrollarlo, y aportar la mano de obra que se requería para crear una nueva industria. Como símbolo de la naciente pujanza en 1862 comenzó la construcción de la nueva Casa de Gobierno.

Con esas premisas una nueva generación de hombres jóvenes se dispuso a iniciar un gran despegue. Ernesto se identificó cabalmente con ese espíritu y poco a poco fue asumiendo un liderazgo sutil y cabal en aras del gran despegue. Hasta allí se puede decir que queda descripto el “punto de partida”. Lo que viene, el devenir de su gestión, el gran cambio que se produjo durante los siguientes cincuenta años al menos, son el resultado del esfuerzo y del acierto de esa comunidad de hombres y mujeres que dieron sustento sostenido a la consolidación del país y al desarrollo económico, dirigidos por un puñado de preclaros que se tomaron en serio los lineamientos de Alberdi y con ellos construyeron una gran nación.

Pocos años después, corriendo 1871, la ciudad sufre una de sus peores catástrofes al declararse la epidemia de fiebre amarilla en el barrio sur. La intensidad del drama, que se cobra al menos 15.000 víctimas, produce un forzado desplazamiento poblacional hacia el norte y el oeste. Ese gran éxodo implacable inició la expansión física de la ciudad, que necesitaba además acoger y alojar una incipiente corriente inmigratoria que resultó de una magnitud tal que hizo que en pocos años más de la mitad de la población porteña fuese extranjera.


GESTACIÓN DE LOS GRANDES VALORES QUE GUIARON A ERNESTO


El valor de la palabra: La vida religiosa en la aún pequeña comunidad porteña, influida por las raíces hispánicas de estricta fidelidad a la fe católica heredada de la intolerante Inquisición, contrastaba con las nuevas corrientes de agnosticismo liberal provenientes de los movimientos intelectuales europeos de la Ilustración traídas a estas latitudes por la inmigración y la naciente influencia de la Masonería coincidente con el creciente poderío comercial de Gran Bretaña. Pese a ello, los orígenes protestantes de la familia de Jorge Pedro Ernesto, padre de Ernesto, habrán rescatado y preservado celosamente ciertos valores morales sobreviviendo a la revisión de costumbres y la relativización moral que amenazó la convivencia en esos tiempos de cambio. La autoridad moral de Jorge y la educación religiosa infundida por Rosa habrán marcado a fuego en la mente joven y abierta de Ernesto la férrea convicción del valor superlativo de la verdad y su expresión mediante la palabra cierta, precisa, mesurada y convincente.

El valor de la fe en esta tierra y en sus habitantes y en su progreso: A partir de ese trascendental evento histórico que termina con el gobierno de Rosas la vida en la ciudad comienza una nueva dinámica, se empieza a vivir una liberación de horizontes, se inicia un período con signo nuevo, aún difuso, que plantea grandes interrogantes y exige nuevos valores que deben madurar. Los grandes lineamientos de la organización nacional todavía están en discusión, pero ya se intuye que la comunidad se encaminará a un nuevo destino en pleno proceso de diseño. Ernesto, en su aún corta edad, debe haber percibido en las conversaciones de sus padres con sus amigos esa nueva vivencia y esa naciente perspectiva llena de optimismo, y tal vez haya palpado un principio de identificación con el nuevo desafío todavía no totalmente definido, y haya sentido una naciente atracción por el futuro de esta tierra y de sus habitantes, y en su camino hacia el progreso.

El valor del compromiso con el país y a sentirse convocado: Pocos años después la ciudad colonial en que nació Ernesto se vio sacudida por el súbito movimiento de éxodos familiares de emergencia huyendo de un nuevo mal que se asentó en los barrios de la zona sur diezmando su población, movimiento que provocó el abandono de residencias y forzó la urbanización imprevista de lo que en ese entonces era el con-urbano, requiriendo como consecuencia muchas edificaciones nuevas tanto en el barrio Norte como en Balvanera, Palermo, Flores y otros barrios circundantes, al declararse la trágica epidemia de fiebre amarilla en 1871. Ya en 1868 una epidemia de cólera se había llevado 8.000 almas de la ciudad. Dice Leonel Contreras en su Breve Historia de Buenos Aires: “la ciudad se convirtió en una ciudad fantasma y se cree que ya en abril solo quedaban en Buenos Aires 60.000 de los casi 200.000 habitantes que tenía”. El nuevo drama, que costó más de 13.000 vidas en menos de seis meses, diezmando una cuarta parte de la población, se cobró entre las víctimas la vida de la propia madre de Ernesto, Rosa Camusso (ver cuadro), quien contrajo el mal en su generosa actitud de ayuda a los enfermos. Esa noble acción de Rosa, acudiendo sin reservas al requerimiento del sufrimiento ajeno, habrá impactado seguramente en Ernesto despertando por el ejemplo materno su vocación permanente a sentirse convocado cada vez que él creyera que podía ser útil al país o a la comunidad. Una convulsión semejante debe haber sacudido su espíritu, tanto por el fenómeno en sí mismo como por la pérdida de su madre en circunstancias tan trágicas y heroicas. Fue sin duda esta una herencia cultivada de manera tan clara y contundente en la estructura de los valores que regirían la vida de Ernesto. Jorge, su padre, también fue víctima del mal, siguiendo el camino de Rosa.

Ernesto ya estaba formado. Su capacidad de trabajo, su mente preclara y su autonomía de criterio en el que predominaban los valores estables que habían marcado a fuego su espíritu acompañándolo durante toda su vida, hicieron el resto.

PRIMER VIVIENDA CONOCIDA DE LA FAMILIA TORNQUIST EN BUENOS AIRES

El Censo Poblacional realizado entre 1860 y 1870 identifica a la familia de Jorge Pedro Ernesto Tornquist, Comerciante de 68 años, de nacionalidad estadounidense, y a Rosa de Tornquist de 62 años, argentina, viviendo en la calle Reconquista número 231 de la vieja numeración, ubicada en la manzana N° 24. Vivían con ellos Adam Altgelt de 39 años, comerciante, de nacionalidad alemana y Laura T. de Altgelt de 31 años, de nacionalidad uruguaya, Carlos Altgelt de 16 años, Isabel Altgelt de 13, Laura Altgelt de 10 y Cristiano Altgelt de 5. Vivían también cuatro empleadas domésticas. No se cuenta con datos de alguna vivienda anterior de la familia. Según el relevamiento del censo, la vivienda parece formar parte de una casa de altos, pues la información consignada está dividida en dos direcciones individuales pero idénticas. Podría deducirse que la familia Tornquist vivía en los altos, por ser esa dirección la segunda censada. En la primera de las direcciones idénticas, o sea en la planta baja según esta suposición, vivían según consigna el censo, la familia de Román Pacheco y su mujer Laura, de 40 y 30 años, con sus hijos Leonora de 8, Angel E. de 6, Carlos de 4 y Román de 2. Vivía también Octavio Bunge, argentino de 25, abogado, y cuatro sirvientes.


La forma de la casa, según imagen provista por el censo, es la de una casa que ocupa un terreno perfectamente cuadrado en la esquina de Reconquista con la calle Temple (hoy Viamonte), con entrada a mitad de la construcción sobre la primera calle, con un patio interior totalmente rodeado por la construcción. Según esta descripción podría pertenecer al diseño colonial pero de un solo patio, tal vez por haber sido previamente sub dividida con lo que luego fueron sus casas linderas sobre Temple identificadas con las nomenclaturas catastrales XXI, XXII, XXIII, XXIV y XXV. Esta deducción es plausible pues la supuesta casa original completa coincidiría en su fondo con los fondos de las viviendas linderas de la calle Reconquista, típicamente de origen criollo de tres patios. La casa ocupa un frente equivalente a un 1/6 de la cuadra; si esta medía 121 metro, cada frente de la casa tendría aprox. 20 metros, o sea que se trataba de una casa construida sobre un terreno de unos 400 metros cuadrados. Considerando la existencia de un patio que abarcaba no más de un tercio del terreno, cada planta de la casa tendría al menos unos 270 metros cuadrados techados propios.

Ernesto, aunque no figura en el censo seguramente por haber estado circunstancialmente ausente de la casa, habrá vivido también allí, siendo que tendría por ese entonces unos 22 años de edad. Recién una vez casado y vuelto del viaje a Europa en 1874 se habría instalado con su mujer Rosa en su nueva casa de Maipú 33 (antigua numeración), según nos dicen María Acuña y Carlos Altgelt en su monumental libro “El Ancho Camino se Bifurca”.

VOLVIENDO A LA HISTORIA

Todo ese desarrollo enorme del país, que se inicia con el advenimiento del ferrocarril y se consolida con la organización nacional a partir de la consagración de la Constitución Nacional de 1853/60, que enriquece al interior y se instala a Buenos Aires como la ciudad de conexión del país con el mundo, enfrentando también dramáticas circunstancias como lo fueron las epidemias de cólera y fiebre amarilla, tiene lugar bajo las administraciones de las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, quienes preparan sin saberlo la gran presidencia de Julio A. Roca entre 1880 y 1886.

En efecto: la revolución del 80 termina despejando la antinomia entre Buenos Aires y el interior. La ciudad se federaliza, y lograda esa condición Roca asume la conducción del gran despegue. A esa brillante gestión Ernesto sirvió de concejero permanente, embajador itinerante para los intereses financieros y económicos del país con su intensa gestión diplomática, íntimo asistente para el apoyo a la organización institucional de la República, mientras dedicaba también sus inagotables esfuerzos a la creación y desarrollo de sus industrias personales y explotaciones agropecuarias y extractivas, al fomento y desarrollo del poblamiento del interior y al impulso de legislación de fondo en materia comercial y monetaria.

Ernesto, desde la modestia de su anonimato, es parte del grupo íntimo que rodea, acompaña e inspira al presidente. Asume como tarea primordial, con el apoyo del presidente, la de poner orden en las anárquicas finanzas nacionales y en proveer al país de una moneda única y respetable, sólida y estable, que se constituya en unidad de medida, de intercambio y de ahorro. La ley 1130 de 1881 es también fruto de su talento. La Caja de Conversión creada por su iniciativa y establecida en 1899 da marco a la regla de juego que regirá la estabilidad monetaria durante los siguientes 20 años y hará respetable la conducción financiera argentina ante el mundo. Emite los billetes cuya reproducción se exponen más arriba y a la izquierda. La Caja de Conversión se cierra en 1914 con el inicio de la primera guerra mundial, pero sus huellas surgen vigorosas en 1935 mediante la creación del Banco Central Argentino, que no es otra cosa que su continuación. Su protagonismo en la política argentina se fue acrecentando, siempre desde la modestia de su rechazo a ostentar cargos públicos o menciones oficiales, dando continuidad a la gestión gubernamental a lo largo de diversos gobiernos, culminando en la segunda presidencia de Roca luego de la breve pero brillante presidencia de su amigo Carlos Pellegrini.

¡Si el país no paga, yo pago…!

En tiempos aciagos en que nuestro país se había quedado sin crédito internacional, en que las puertas del mundo estaban cerradas, no había respaldo alguno, las reservas estaban agotadas, cuando las finanzas argentinas requerían más que nunca del apoyo exterior, Ernesto se presentó ante los grandes bancos europeos para gestionar la renovación de prestamos que resultaban cruciales para la República. Entonces, ante la desconfianza de los banqueros, ofreció e instrumentó su garantía personal. Así, su grito “¡Si el país no paga, yo pago!” quedó anclada en medio de la city financiera mundial para informar al mundo que Argentina honrará sus compromisos, más allá de sus gobiernos de turno... Se confeccionaron los documentos requeridos mediante los cuales Ernesto comprometió su fortuna personal para respaldar la deuda externa argentina. Así fue como se destrabaron las operaciones pendientes y nuestro país pudo cumplir con sus compromisos internacionales y acceder a los propósitos de su reequipamiento.

Fueron esos años tiempos experimentales, en los que una nueva doctrina económica y un nuevo comportamiento social encontró en este suelo un campo propicio para probar su acierto. Con su energía pragmática diseñó e implementó, mediante nuevas instituciones públicas y legislación adecuada concebidas y promovidas por él, un ordenamiento político-económico y monetario eficaz y completo. Partiendo de un ámbito monetario desordenado y anarquico, tomando en cuenta los conceptos centrales de Alberdi y las ideas novedosas de Silvio Gesell (creador de un nuevo pensamiento que él mismo denominó "Economía Natural", hoy estudiado con interés en celebres universidades europeas y americanas como un predecesor de John Maynard Keynes), y apoyado en el ímpetu de la generación del 80, consolidó la moneda nacional, contribuyó a crear las bases de la industrialización, a reordenar el endeudamiento externo, a movilizar capitales y a insertar el país en los mercados mundiales. Al empeñar su patrimonio personal en respaldo de los compromisos internacionales del país, demostró la simbiosis que existió por esos tiempos entre el poder privado y la solvencia pública, síntesis estructural y sustento político del gran despegue que luego experimentó la República Argentina. Su obra, concebida globalmente, se la observa hoy con atención en ciertos círculos intelectuales del primer mundo denominándola “La Reforma Tornquiniana”.

SU RELACIÓN CON LA PROVINCIA DE TUCUMÁN

La industria azucarera debe una cuota importante de su desarrollo a Ernesto Tornquist, quien en la década del ochenta fundó la Refinería Argentina S.A., cuya planta fue establecida en el litoral. La existencia de esta refinería permitió a la industria azucarera del país refinar su producción local dentro del país, evitando tener que proveer azúcar no refinada al mercado o tener que mandarla a refinar al exterior, logrando mejores precios por mayor calidad de producto e incorporar mano de obra argentina en el nuevo segmento de producción.
Con posterioridad, el grupo Tornquist adquirió y agrandó los ingenios tucumanos Nueva Baviera, Lastenia, La Florida y La Trinidad, formando la Cía. Azucarera Tucumana S.A., la que mediante nuevas inversiones y mejoras tecnológicas, y adquisición de tierras aptas para surcos de caña, se constituyó en la empresa de mayor capacidad de producción de azúcar en Sudamérica por muchos decenios.
Debe destacarse la relación tan intensa de Ernesto con la provincia de Tucumán, en la que adquirió prestigio como pionero y cultivó tantas relaciones comerciales y de amistad, cuyo impulso duró por varias generaciones. Yo era muy chico todavía cuando me tocó, allá por la década de 1940, vivir en la casona del ingenio La Florida mientras mi padre, Fernando Tornquist, nieto de Ernesto, presidió y administró la Cia. Azucarera Tucumana por varios años, y luego presidió el Centro Azucarero Argentino. Recuerdo muy bien de épocas posteriores la íntima amistad que brindaron las familias más tradicionales tucumanas a mis padres, seguramente como continuación a los vínculos familiares generados en tiempos de Ernesto, lo que perduró y continuará perdurando para futuras generaciones de familia.

LAS GRANDES TRANSFORMACIONES DE BUENOS AIRES

Ya en la década de los noventa, una vez repuesta de la tragedia sufrida por la peste de 1871, Buenos Aires se mira a sí misma y decide no quedarse atrás de los cambios que ocurren en las grandes capitales de Europa. Paris será el modelo. Seguramente la reforma Haussmaniana con la apertura de los boulevards en París impresionaron fuertemente a Miguel Cané, quien a su vez inspiró a Roca y a su intendente Torcuato de Alvear para afrontar la modernización de Buenos Aires y a Rocha para diseñar la ciudad de La Plata. Dice Elisa Radovianovic en “Buenos Aires Ciudad Moderna” que Juan Antonio Buschiazzo fue sin dudas el constructor del Buenos Aires de los años 80, que el intento renovador propiciado por Alvear y alentado por Roca encontró en el arquitecto Buschiazzo su intérprete. Dice también Vicente Quesada: “Ahora comienza un movimiento digno de encomio, y el espíritu nuevo ha penetrado ya, transformando y hermoseando el cementerio, la plaza de la Recoleta, la bajada y el bajo de aquel lugar, se empedra la calle ancha de Callao y Entre Ríos, bajo la autoridad municipal. Estas mejoras se deben a la iniciativa de don Torcuato de Alvear, activo presidente de la Municipalidad”.
Diversos proyectos de urbanización involucraron entre otras áreas a la Plaza de Mayo, que ya unificada con la plaza de la Victoria al demolerse la Recova vieja, debía vestirse de prosperidad y belleza. Carlos Thaís, el célebre parquísta recientemente llegado al país se ocupó de darle un nuevo paisaje.

La ciudad creciente habrá cambiado su colorido, su estética y su dinámica de manera muy rápida por esos tiempos. El diario La Prensa en su edición del 29 de octubre de 1884 dice que la aspiración era dar magnitud a la “edificación raquítica, dándole libertad para que se eleve a la altura de cuatro y cinco pisos”.

La extensión de la ciudad hacia el norte y el oeste, nuevos edificios, plazas remodeladas, apertura de avenidas, la población creciente, nuevos comercios, bancos y oficinas, la proliferación de carruajes, tranvías a caballo luego remplazados por tranways eléctricos, la inauguración de las grandes estaciones ferroviarias, el empedrado generalizado luego convertido en asfalto, el tendido de cables de luz y trasmisión de electricidad, la telefonía y demás avances tecnológicos que incorporaron a la vía pública su presencia, junto con la urbanización de las grandes arterias como Callao, Santa Fe, Corrientes, Rivadavia y la exuberancia de las grandes residencias cuya construcción proliferó por esos tiempos fueron generando un claro estilo de metrópoli europea a Buenos Aires. La construcción del puerto nuevo y dársena norte, con el arribo de los primeros trasatlánticos y grandes barcos de carga imprimieron también nuevos flujos de tránsito tanto de mercaderías como de personas. Los cambios en la moda y en la indumentaria se adaptaban rápidamente a los dictados de las grandes ciudades del primer mundo. Es que Buenos Aires ya pretendía ser parte de ese primer mundo, y el mundo la reconoció como tal.

Dice Elisa Radovanovic en “Buenos Aires Ciudad Moderna”: “La gestión del municipio, tendiente a establecer un ordenamiento en la ciudad, se potenció debido a la consolidación del Estado nacional y a la federalización de Buenos Aires. La Capital, aquel rostro visible que hombres como Cané y Sarmiento ansiaban concretar y personalidades como Torcuato de Alvear lograron, fue la metrópoli que centralizó un poder que generó con el correr del tiempo un esquema al que se subordinó todo el país”.

Los elementos de orden estético que favorecen las visuales y perspectivas urbanas persisten en el planteo transformador. Cané no siempre coincide con Alvear, como en el caso de la pasión de este último por las palmeras, pasión que Sarmiento había sentido en su tiempo , discusión que se desencadenó a partir de la instalación de esas especies en la Plaza de Mayo, encontrando más indicada la instalación de álamos de follaje tendido, abetos, eucaliptos y paraísos. Pero los grandes conceptos movilizadores de modernización, de apertura de grandes avenidas, de creación de nuevos espacios verdes, de nuevas estructuras físicas, en el ejercicio del poder y en los gustos, las costumbres, los componentes sociales y el imaginario colectivo, eran comunes a ambos y a la generación de hombres que habían asumido el desafío de conformar una nueva metrópoli.

Sin embargo, la gran transformación iniciada en la ciudad de Buenos Aires por esos hombres innovadores, ha quedado inconclusa. Su misma definición quedó incompleta. Vale la pena a esta altura del relato, transcribir otros conceptos de fondo de la ya citada Elisa Radovanovic: “Todavía perduran en la ciudad estos espacios, vestigios de la modernidad surgida en el principio del siglo XX, exponentes de la potencial grandeza del país. Mientras tanto la marginalidad ya no se oculta en la periferia, ahora vive en el sector central, dormita en sus calles, pulula por los atrios de las iglesias y se higieniza en sus fuentes. Visible manifestación de una sociedad en crisis que renueva permanentemente sus contradicciones. La Buenos Aires de impronta europea, libre de todo rastro hispanizante, tomó cuerpo en el tiempo de esplendor que medió entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX. La Capital argentina está aún por definir su identidad, aún debe descubrir a sus héroes fundantes y consagrarlos, internarse en los mitos que gestaron los creadores de un modelo urbano, cuya adaptación se proyecta como un síntoma en el controvertido fin del siglo XX y en el umbral del XXI”. Esa posta ha quedado inerte, clamando por nuevos visionarios capaces de recoger el desafío inconcluso y culminar en Buenos Aires un final acabado y abarcativo, que rescate los valores que aún quedan en pié y los dignifique, los proyecte y los ofrezca a la admiración de las nuevas generaciones, y traduzca la impronta en nuevas convenciones que dicten comportamientos de convivencia constructiva merecedores del respeto y la adhesión consiente.

Ernesto habrá vivido los grandes cambios vertiginosos y su protagonismo en la dirección del país con su entusiasmo y su participación constante a mejorar la cosa pública. Su nueva casa en Florida y Charcas, su quinta en Belgrano, su campo en Cierra del la Ventana y su casa en Mar del Plata, constituyeron el hábitat de su ya numerosa familia.

MISIÓN CUMPLIDA, SUCESIÓN PENDIENTE


Su vida, descripta en sus diversos aspectos en los otros capítulos de este trabajo, fue trascurriendo en consonancia e interacción con el desarrollo de su ciudad, de su país, de sus empresas, de su familia y de sus demás creaciones. Con su empuje y su idealismo práctico influyó en el modelamiento de esa gran dinámica y esa gran construcción, que ganándole al mundo en tiempo e intensidad, propulsó a la Argentina - ese país que aún no era más que un ignorado apéndice del mundo cuando Ernesto nació - a constituirse en una nación referente del progreso y del liderazgo de ese mismo mundo, en apenas 65 años brillantes.
Las generaciones posteriores aún no han podido conciliar un espacio político apropiado desde el cual convocar al país y asumir la colosal posta recibida para llevarla hacia un renovado destino de grandeza. Mientras tanto, los tiempos que trascurren erosionan los monumentales logros y los socaban, minimizan sus beneficios y perturban sus meritos, retrotrayendo lenta pero inexorablemente el hábitat cotidiano hacia condiciones de convivencia más primitivas y divergentes.


CONCEPTO FINAL

Al termino de estas modestas líneas de homenaje a los hombres de los tiempos de progreso y convergencia, en particular a mi bis abuelo, deseo hacer un llamado a la reivindicación de la épica grandeza obtenida para que no quede en la historia como un brillo fugaz de un pasado desvanecido, a veces invalidado por la ignorancia, otras turbado por la deformación, y se constituya en la base de una nueva revitalización hacia la reconciliación de los habitantes de esta tierra, hacia el progreso, hacia la fe en nuestro futuro, hacia el compromiso con la República y el amor por nuestro País y nuestra ciudad, hacia el rescate de su belleza arquitectónica, urbanística y paisajística que supimos armonizar en tiempos pretéritos, hacia la valoración y de nuestros próceres y nuestras gestas, para que podamos presentarnos al concierto de las naciones del mundo con el legítimo orgullo de haber cristalizado una nación que mereció ser poblada por hombres y mujeres que trajeron aquí sus esperanzas, empeñaron sus afanes y sentaron su descendencia.



IN MEMORIAM

A su fallecimiento el Superior Gobierno de la Nación, en la persona de Figueroa Alcorta, decreta con fecha 17 de junio de 1908 rendir a Ernesto Tornquist los honores correspondientes a los hombres de la Representación Nacional, disponiendo que la bandera nacional permanezca izada a media asta en todos los edificios públicos de la Nación. El Congreso de la Nación invitó a la familia a realizar el velatorio en la sede de la Cámara de Diputados. En su sesión de ese mismo día 17 de junio, el Presidente de la Cámara de Diputados dijo refiriéndose a Ernesto: “… Hombre extraordinario, por la clarividencia de su talento financiero, por la rapidez de sus resoluciones, por su tenacidad y perspicacia, su ausencia será eternamente lamentada en las altas esferas financieras, en los consejos de gobierno, en las cámaras legislativas, en los directorios, y donde quiera que sea necesario el concurso de una opinión autorizada y ponderada como era la suya”. Y continúa: “La muerte de Ernesto nos priva, es cierto, de una voluntad y de una acción, de un compañero laborioso y afable y de lo mucho que aún el país podía esperar de él, pero en cambio, nos deja lo que nunca nos puede llevar, lo que vale más, lo que es imperecedero, lo que ha de acrecentarse día a día: nos deja su obra. ¡Sí! Señores diputados, su obra grande e inmortal. Ese movimiento de progreso y bienestar de que nos enorgullecemos y que observamos de un extremo a otro de la República, débesele en gran parte: se encuentra estrechamente vinculado a las iniciativas y a la perseverancia del señor Tornquist (Muy bien! Muy bien!) ¿Quién al extender la mirada por nuestras praderas pobladas de ganado, por nuestras campiñas llenas de mieses, por las usinas, por los talleres, por los ingenios azucareros de chimeneas humeantes, por donde quiera que se observe actividad, trabajo y vida transformable en riqueza, no ve el aliento de ese hombre superior que se llamó Ernesto Tornquist!
Describe La Nación, una vez fallecido, que Ernesto “gobernó el país en el sentido más amplio, más noble, más sutil de la palabra, sin ostensibles consagraciones oficiales, sin rango de ninguna especie en los presupuestos administrativos. Y gobernó patrióticamente”. Solo aceptó una diputación al final de su vida exclusivamente por la insistente solicitud de dos de sus mejores amigos, que entre ellos estaban enemistados por esos días, como lo eran Julio A. Roca y Carlos Pellegrini, dos de los ex presidentes más brillantes y notables de la historia argentina.
En la monumental publicación IN MEMORIAM editada con motivo de su fallecimiento, que recopila los honores oficiales tales como el decreto de duelo de la Nación y los discursos en el recinto de la Cámara de Diputados, los numerosos discursos de eminentes personalidades en su entierro en el cementerio de la Recoleta, los artículos necrológicos de diarios y revistas de la Capital Federal, del interior y del exterior americano y europeo, los telegramas, cartas y tarjetas de condolencia, que requirió nada menos que 687 páginas, dice en su editorial: “Otros hombres con igual temperamento, con sus mismas cualidades morales y dones de inteligencia, permanecen estacionados dentro de una esfera reducida. Es que don Ernesto Tornquist sabía emplear sus energías, sobreponerse a lo pequeño y salvar los mayores obstáculos. Su espíritu práctico lo colocaba en el terreno fecundo que le correspondía, rodeándola de la atención que exigía su desarrollo delicado. En sus deberes de ciudadano sirvió a su patria con el desinterés que la historia podrá marcar más tarde, si se investigan ciertos hechos como los referentes a dotar al país de un poder armado suficiente para imponer la paz a sus vecinos, pero impedir luego el conflicto bélico con su gestión personal cuando el peligro fue inminente.
En oportunidad de desencadenarse la crisis de 1892 que comprometía el desarrollo del país por el estado de las finanzas argentinas, él planteó la combinación financiera llamada “unificación”, que reorganizaba la deuda pública externa bajo un plan que consistía en establecer un nuevo servicio prolongado hacia el futuro, que habilitaba al gobierno no solo a retomar el servicio íntegro de su deuda sino a asistir a la realización de obras públicas que la agricultura, la ganadería y la industria exigían para su desenvolvimiento. Que el Sr. Tornquist tenía razón en su planteo lo demuestra el hecho indiscutible de haber sido acompañado en todo el continente europeo por el grupo de banqueros más grande que se haya formado en el mundo para realizar una operación financiera: Baring, Morgan, Banque de Paris et des Pays Bas, Comptoir National d´Escompte, Société Genérale, Heine, Disconto Gesellschaft, Deutsche Bank, etc, todos reunidos, tomaron sobre sí el plan de la unificación que fue adoptado después de un estudio y examen verificado por las mejores cabezas que dirigían aquellas bancas. En esa ocasión el Sr. Tornquist demostró no solo la confianza que en él tenía la banca europea sin sus raras facultades de consumado financista. El simple proyecto de la unificación y su contrato provisorio firmado en Europa fue suficiente para entonar las finanzas argentinas y preparar los elementos del ejército y de la armada en que debía apoyarse la solución patriótica que tuvo la cuestión con Chile.
La ley de Conversión de nuestra moneda le debe su paternidad. Pocos meses después de nacer la iniciativa el Presidente de la República doctor Pellegrini, convencido por el Sr. Tornquist, hizo suya la campaña que dio como resultado la sanción de la ley que dio estabilidad a la moneda argentina hasta el inicio de la primera guerra mundial.
Dice más adelante la introducción: El espíritu incansable del señor Tornquist no abandonó el plan de llegar a la moneda universal, de la que la ley de la Caja de Conversión fue el primer paso. Su folleto sobre la unidad monetaria, el franco como moneda definitiva, ha echado las bases de la ley monetaria y de las instituciones a crearse con ese fin.
En el mundo de los negocios, en el de la industria, el señor Tornquist no será reemplazado por mucho tiempo, porque él arrancaba de los éxitos de su propia obra las ventajas para el país y para el gobierno. Es decir, al señor tornquist interesaba principalmente lo que interesaba a todos, realizando su propia ganancia cuando había realizado la del país.
El señor Tornquist era uno de los pocos hombres de gobierno; ayudaba a gobernar o gobernaba desde su casa, creando negocios, creando industrias, pensando y sintiendo por muchos y prefiriendo la lucha activa, modesta y casi oscura de su escritorio, a la figuración política que le fue tantas veces ofrecida por diversos gobiernos para dirigir las finanzas nacionales. No quería ser ministro, no aceptó ser presidente del Banco de la nación, rechazó no pocas posiciones oficiales, y sin embargo, era todo, aconsejaba presidentes, dirigía ministros, preparaba planes y proyectaba leyes. Era, en fin un grande y principal elemento de gobierno. De su paso surgía el progreso, de sus palabras nacía el orden, de su ayuda moral o material dependía todo. La obra que deja don Ernesto Tornquist, sería, en cualquier nación de la vieja Europa, motivo para que su nombre se fijara al lado de los más ilustres y eminentes de la humanidad.
En la historia argentina merece un primer puesto.



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